Sobre salones de clase y salas de espera
Por: Diana Paola Guzmán
En las salas de espera ocurren muchas cosas, pensamos, comemos, lloramos, sentimos miedo. Las salas de espera son espacios de umbral en donde no somos nada, en donde estamos deshabitados de certezas y nos sentimos asustados, estamos a la deriva. La sala de espera, a pesar de su inexactitud, es también un escenario de acción, allí caminamos de un lado al otro, nos inventamos estaciones, acabamos libros que estaban quietos en la movilidad de los días. Las salas de espera resultan ser perfectas para pensar y tomar decisiones.
Los salones de clase, de algún modo, son salas de espera llenas de pasajeros en tránsito, los profesores vemos pasar decenas de muchachos a los que nos dedicamos un semestre y olvidamos o nos olvidan. Sin embargo, cuando compartimos esa sala de espera, estamos juntos, experimentamos una suerte de solidaridad que dura dos horas y que se extiende a los pasillos.
Hoy no quiero citar autores, ni teorías, ni lanzar bombas contra nadie, hoy quiero describir lo que se siente estar al frente de una sala de espera en donde se forman los muchachos de la clase trabajadora de este país, lo que preguntan, lo que les preocupa, las discusiones, los momentos de afecto y de miedo.
Tengo una responsabilidad muy grande con una clase que se llama Colombia Contemporánea, cien habitantes en una inmensa e impersonal sala de espera llamada auditorio. Las 7:00 am, los muchachos llegan cansados de montar en Transmilenio, cansados de los trancones, con un café en la mano. Cuando entro con la clase lista, las lecturas resumidas en diapositivas, con ejemplos y preguntas para formular, ellos me miran, se sientan en el salón y guardan silencio.
El tema de hoy, literatura y conflicto armado, han leído cuentos de Téllez, uno es especial, “Espumas y nada más”. La historia es muy sencilla: un barbero se sienta a afeitar a un militar quien deja su arma en la entrada del negocio y se entrega confiado a las manos de este hombre. El militar le cuenta sobre las torturas que infringe a los guerrilleros y a los campesinos, el barbero se presenta en su monólogo interior como un guerrillero que ayuda a sus compañeros desde el pueblo. Estoicamente, soporta las provocaciones del militar, está tentado a matarlo, a cortarle la yugular, piensa en que se convertirá en un asesino cobarde o en héroe sin razón.
Al final de la historia, el barbero no asesina al militar, el militar, por su parte, le dice: “me dijeron que me iba a matar, pero matar no es fácil”, y se va. Los estudiantes guardan silencio mientras les cuento quien era Hernando Téllez. Les propongo un ejercicio: si pudieran cambiar el final del cuento, cómo lo harían. Una chica levanta la mano: “pues profe, yo hubiera matado al militar, de una, sin miedo”. De inmediato, otra mano se levanta: “yo no profe, yo creo que el barbero hizo lo que tenía que hacer”.
Las manos se multiplican igual que las opiniones, que lo mate, que no lo mate. De repente un estudiante que no había hablado durante el semestre, levanta la mano: profe, yo soy de un pueblo del Cauca, mi papá era profesor, líder de la comunidad, mi papá nos recibió a todos cuando nacimos. Una mañana se encontró con unos señores que lo acusaron de guerrillero, lo llevaron al río y lo mataron. El salón quedó en absoluto silencio, yo apreté el puño, el muchacho me miraba esperando que yo le dijera algo, lo único que salió fue una pregunta de otra estudiante: “si tú te encontraras con los asesinos de tu papá, ¿los matarías?”.
La respuesta fue rápida: yo, a los asesinos de mi papá los veía todos los días porque vivían cerca a la casa, todos los días cruzaban frente a mí, pensé en matarlos, en vengarme, pero eso no fue lo que mi papá me enseñó, me hubiera ido a la cárcel o hubieran acabado con nosotros, igual, a las pocas semanas nos tuvimos que ir, pero no, matarlos no.
El cuento de Téllez empezó a tener un sentido vital y potente, el juego del militar al desamarse, provocar al barbero, resulta siniestro. Su objetivo no era otro que el de cambiar las agendas, y convertir a su enemigo en él mismo, volverlo victimario y él, pasar a ser víctima. El paseo de los asesinos del padre de mi estudiante, significaba lo mismo, mato a tu padre, paso por tu casa, te miro, te invito a que me asesines. Esa acción es tan siniestra como el crimen mismo.
Juan Martín, así se llama este chico, me dice al final: profe, yo lo que decidí fue estudiar, me gané una beca de Ser Pilo Paga, mi mamá trabaja acá como aseadora y está muy orgullosa de mí, yo estudio Derecho para ayudar a la gente como mi familia, esa es mi mejor venganza. Cerré los ojos y no pude evitar un abrazo para Juan Martín. Muchacho valiente, le dije.
Sus compañeros lo aplaudieron y la clase y la sala de espera dejó de estar en el umbral para convertirse en solución, en consenso y en un espacio de acciones amorosas y definitivas.
Confieso mi amor infinito por estos muchachos, ratifico mi compromiso permanente con ellos, quiero dejarles un país en donde todos podamos dejar de ser victimarios y victimas para ser lo que queramos ser. Mi voto es por Juan Martín.